Bertha de los Ángeles Purroy González zs2004085
El expresionismo alemán, nacido a principios del siglo XX, fue una corriente artística que surgió como respuesta a la crisis existencial y social provocada por la Primera Guerra Mundial. Este movimiento buscaba representar no la realidad objetiva, sino los estados anímicos internos, mediante distorsiones visuales, contrastes extremos y ambientes cargados de angustia. En el cine, esta estética se tradujo en escenarios oníricos, sombras dramáticas y narrativas centradas en lo irracional y lo siniestro. Obras como El gabinete del Dr. Caligari (1920) sentaron las bases de este estilo, cuya influencia se extiende hasta el cine de horror contemporáneo.
En este contexto, Nosferatu (1922), dirigida por F. W. Murnau, se erige como una de las joyas del expresionismo fílmico. Además, introduce por primera vez al mito del vampiro al cine, inspirándose en la novela Drácula (1897) de Bram Stoker. Esta figura, que combina el terror sobrenatural con una fuerte carga simbólica, se ha convertido en un arquetipo central del género de horror. El vampiro representa miedos sociales, sexuales y existenciales, y su persistencia en la cultura popular demuestra su profunda resonancia con el inconsciente colectivo.Nosferatu: Eine Symphonie des Grauens de F. W. Murnau narra la historia de
Thomas Hutter, un agente inmobiliario que viaja al castillo del conde Orlok, en
los Cárpatos, para cerrar un negocio. Pronto descubre que Orlok es un vampiro
que se traslada a su ciudad, desatando una plaga de muerte. Solo el sacrificio
de una mujer pura, Ellen, puede detenerlo. Esta sinopsis básica es acompañada
por una puesta en escena profundamente simbólica.
Desde el punto de vista técnico, Nosferatu sobresale por el
uso de exteriores reales, un recurso inusual en la época, y por su manipulación
de la luz natural para crear atmósferas lúgubres. Murnau utiliza encuadres que
subrayan la figura grotesca de Orlok (interpretado por Max Schreck), con su
calvicie, uñas largas y orejas puntiagudas, alejándose del vampiro
aristocrático de Stoker para presentarlo como una criatura más cercana a la
peste que a la seducción.
El director se vio obligado a cambiar nombres y detalles para evitar una demanda por plagio. Así, el conde Drácula se convierte en el conde Orlok; Jonathan Harker, en Thomas Hutter; y Mina, en Ellen. A pesar de estas alteraciones, la viuda de Stoker demandó a la productora y logró una orden judicial para destruir todas las copias del filme, aunque algunas sobrevivieron y con el tiempo se convirtió en obra de culto.
La figura del vampiro ha evolucionado significativamente desde Orlok. Si en Nosferatu es una entidad repulsiva y deshumanizada, posteriormente el cine le ha otorgado un aura de romanticismo, ambigüedad moral y atractivo sexual. Christopher Lee en los años 60, Gary Oldman en los 90 y, más recientemente, figuras como Lestat o Edward Cullen, han humanizado al vampiro, explorando su dilema entre la eternidad y la culpa, entre el deseo y la monstruosidad.
El vampiro, en este sentido, actúa como un espejo de los
temores sociales: en los años 20 fue símbolo del miedo a lo extranjero y a la
peste; en los 80 reflejaba la paranoia del SIDA; en el siglo XXI, se convierte
en metáfora del deseo reprimido y la identidad ambigua. Así, el cine ha usado
al vampiro como un vehículo para explorar lo prohibido, lo desconocido y lo
trágicamente humano.
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