Edgar López Narváez (zs23001922)
Y Dios dijo: “Hágase la luz, y la luz se
hizo” (Génesis 1:1).
El primer artista documentado en la
historia fue Dios (Jehová, Yahvé, Adonaí, Alá). Creó los cielos, la tierra, el
mar, la flora y fauna de este planeta. Luego creó al hombre, y con ello, llegó
el arte humano, desde las pinturas rupestres, hasta las magníficas esculturas
griegas. Con forme pasaba el tiempo, el hombre iba evolucionando cada vez
más y más, y con esto, sus conocimientos y recursos.
Dentro del continente europeo, en la
Alemania del siglo XX surgió un nuevo movimiento artístico: El Expresionismo; un movimiento
que defendió un arte basado en las emociones y la experiencia humana contra el
racionalismo del impresionismo y el realismo, procurando representar el mundo
subjetivo del artista de manera intensa e inquietante.
Nosferatu (1922), dirigida por FW Murnau, es sin duda una de las obras más representativas de este movimiento. Inspirada ligeramente en la novela Drácula de Bram Stoker (1897), la película no solo fue pionera en el cine de terror, sino que también definió los rasgos visuales y simbólicos del mito del vampiro. Desde entonces, esta figura ha evolucionado, pero siempre vuelve, como las sombras al anochecer, para reflejar los miedos más profundos del ser humano.
El expresionismo surgió en Alemania en los
años 1910-1920, influenciado por el arte, el teatro y la literatura. En el
cine, se manifiesta con escenografías artificiales, ángulos torcidos, luces
dramáticas y sombras alargadas, todo con el objetivo de representar la psique
alterada de los personajes. No busca el realismo, sino la emoción pura.
El contexto histórico no es menor: Alemania
acababa de perder la guerra, vivía una inflación galopante y una fuerte
inestabilidad social. En este clima de pesimismo, el expresionismo fue una
forma de exteriorizar la angustia colectiva.
La historia de Nosferatu es conocida: el
conde Orlok viaja desde los Cárpatos a la ciudad de Wisborg trayendo consigo
una plaga. Pero más allá del argumento, la película es una obra maestra por su
atmósfera y simbolismo.
Murnau construye al monstruo con mínimos
recursos, pero con una fuerza visual impresionante: Orlok no necesita palabras,
su sola figura alargada, sus uñas, su mirada, su silueta proyectada en la
pared, son suficientes para provocar inquietud.
Visualmente, destacan las ubicaciones
reales combinadas con la manipulación de la luz natural. Aunque no utilizamos
escenarios distorsionados como en Caligari , Murnau logró una estética
expresionista con juegos de sombras, encuadres desequilibrados y un montaje
rítmico que refuerza la sensación de amenaza constante.
La viuda de Bram Stoker demandó a Murnau
por haber adaptado la novela sin derechos. Para evitar el plagio directo,
cambiaron nombres: Drácula se volvió Orlok, Jonathan Harker pasó a llamarse
Hutter, y Londres fue reemplazado por Wisborg.
Sin embargo, la estructura narrativa es muy
similar. A pesar del intento de evadir la demanda, la corte ordenó destruir
todas las copias de la película. Por suerte, algunos sobrevivieron y gracias a
eso hoy podemos disfrutarla como un hito del cine mundial.
Nosferatu desarrolló la figura del vampiro
como portador de enfermedad, de muerte y de lo siniestro. En los años
siguientes, el vampiro fue ganando otras capas: el erotismo (con Bela Lugosi en
1931), la elegancia aristocrática (Christopher Lee en los 60), la angustia
existencial (Entrevista con el vampiro, 1994), o incluso lo juvenil (
Crepúsculo , 2008).
El
vampiro desde Nosferatu hasta hoy, ha sufrido múltiples transformaciones.
Ha pasado de ser una figura repulsiva, terrorífica y espantosa, a convertirse
en un ser melancólico, erótico e incluso heroico. Pero en todas sus formas, el
vampiro representa lo otro, lo que tememos ya la vez deseamos: la inmortalidad,
la transgresión, el deseo prohibido. En Nosferatu, el vampiro no es solo un
monstruo, es una plaga, una sombra que se cuela por las rendijas de la
normalidad, anunciando que el mal puede vivir al lado de lo cotidiano sin ser
visto, miedo al otro, al extranjero, a la peste, al poder desmedido, o
simplemente a la muerte, es una figura que se adapta a los temores de cada época,
y por eso nunca muere.
Ver Nosferatu hoy es como abrir una puerta
a los orígenes del terror cinematográfico. Es una película que no solo envejece
bien a pesar de ser un cine distinto al de hoy, sino que sigue inspirando a
directores, artistas visuales y narradores.
La figura del vampiro sigue tan vigente
como siempre, porque su poder simbólico toca fibras profundas: el miedo al
deseo, a lo desconocido, a la pérdida del control. Murnau, con su Nosferatu, no
solo dio forma al monstruo, sino tambien lo hizo eterno.
En conclusión, Nosferatu no solo es un hito
en la historia del cine, sino una manifestación de cómo el arte puede dar forma
a nuestros miedos más profundos. Su estética, su simbolismo y su narrativa son
testimonio del poder expresionista para conmover, inquietar y permanecer. Como
dijo el poeta Novalis: “El
arte es el reflejo de nuestra alma”. Y en el caso de Nosferatu, es el reflejo
de nuestra parte más sombría, aquella que no se ve bajo la luz, pero que siempre
está presente, como una sombra que nos sigue… silenciosa… inevitable. Su legado
no está solo en el cine de terror, sino en la idea misma de que el cine puede
ser un reflejo del alma humana, de sus miedos, sus sombras... y su semilla de
sangre.
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